Ficha
de Cátedra Nº IV:
“Primeras aproximaciones acerca del Trabajo Social”
Sergio A. Pires
Hasta aquí hemos dicho que somos
personas que desarrollamos prácticas cotidianas para vivir en el mundo.
Que
tales prácticas pueden abonar una Cosmovisión
ancestral comunitaria, mediada por la convivencialidad, o una Lógica individual, segregada de la
propia comunidad, contra-comunitaria,
mediada por la opresión.
Producto
de la introyección de relaciones de opresión, con las cuales convivimos
en nuestra interioridad, aflorando en múltiples actitudes, pero que no nos
expresan en nuestros deseos vitales profundos, nos despotenciamos como
constructores del pueblo como sujeto político.
En virtud de lo cual, por nuestra necesidad de
coherencia y consecuencia con nuestros deseos comunitarios, a los fines
de asumir nuestro ancestral legado constructor de felicidad común,
debemos mantener una actitud permanentemente crítica respecto de
nuestros pensamientos, creencias y actitudes, que materializamos en acciones
cotidianas.
Estas
acciones, cualesquiera que sean, implican relaciones con el mundo, con nuestros
semejantes, relaciones subjetivas, que conllevan siempre,
inalienablemente, cierto ejercicio del poder que como personas tenemos.
Que
tal ejercicio de poder expresará nuestra capacidad de dominar, someter,
obligar, objetualizar al otro como par o bien expresará nuestra capacidad de
construirnos dialógicamente, de con-vivir, con-fiar y aprender, de tomar las
decisiones en las cuales somos parte junto con quienes estamos implicados
en las situaciones cotidianas de vida.
Entonces,
inicialmente podemos decir que el ejercicio del trabajo social, como
cualquier otro rol asumido por nosotros en distintos momentos de nuestra vida
diaria, nos expresa como personas, con nuestra intencionalidad de vida,
sentido, valores, visión del mundo, ideología, sentires y creencias, todo esto
puesto en juego en la modalidad de trabajo que despleguemos.
Nos
implica inescindiblemente en lo que cotidianamente somos como individuos
y nos expresa como hacedores-constructores de determinada subjetividad,
puesto que nos subjetivamos con las relaciones sociales que construimos a cada
momento de nuestra vida, fruto de la remoción de nuestra interioridad.
Así,
el primer elemento esencial del trabajo social es la intersubjetividad
que permanentemente está en juego cada vez que intervenimos en la realidad,
puesto que siempre lo hacemos con otros. Implica siempre una relación entre
pares humanos, paridad dada por la humanidad compartida que somos.
La
relación intersubjetiva, de acuerdo a su modalidad de tipo
dialógico-convivencial o de tipo subordinante-opresiva, nos subjetivará o
des-subjetivará en términos de fortalecimiento y autodeterminación como
sujeto, expresión de una malla de relaciones vinculares que nos sostienen y
afirman, permitiendo desarrollarnos como seres históricos, en un estar siendo
comunitario.
Nótese
que decimos sujeto en tanto sujeción vital, no como atadura castrante de
potencialidad de vida, sino vincularmente enlazados, sosteniéndonos voluntariamente
para lograr un buen vivir, ya que la vida solitaria es una quimera.
Así,
podemos decir que el trabajo social es un arte. Significar al
trabajo social como arte pone en relieve su especificidad constructora de
subjetividad, en tanto praxis creativa, que genera, inventa,
reapropia y politiza tanto sentidos como herramientas y posibilidades de
acción, siempre social, desde y con las personas inmersas en la diferentes
situaciones problemáticas que abordamos.
Personas únicas e irrepetibles, no
reducibles a cierto aspecto o acto, vitalmente íntegras, particulares
portadoras de percepciones, sentires, creencias, deseos, sufrimientos, ilusiones, experiencia de vida, que se
expresa en intereses, saberes, capacidades y necesidades que nos hablan
o balbucean de su estar siendo cotidiano.
Singularidades
sostenidas en vínculos vitales que constituyen la “materia prima” protagonista
principal de la reflexión – acción compartida, que potencia la vida que
deseamos, con la cual transformar la realidad que nos oprime, determinándonos
en nuestro destino como pueblo.
Y
nótese que hablo de un nosotros, lo cual impide nos remitamos ilusamente a un
lugar “ajeno” a la misma cotidianeidad, ya que si bien no convivimos
materialmente en tal situación crítica, somos parte del asunto, en
tanto somos parte del pueblo que soporta la determinación de relaciones
sociales opresivas y lucha para autodeterminarse convivencialmente construyendo
un proyecto político que nos exprese.
Hablamos
de la creación que se hace posible en el encuentro entre dos o
más personas, movidas por un interés común, el de superar las condiciones
subjetivas y materiales expresión de la lógica individual contracomunitaria,
que impugnan nuestro deseo de ser felices.
Por
todo esto, cualificar al trabajo social tan sólo como disciplina o
ciencia sería reducirla a mero administrador o gestionador de saberes,
procedimientos y caracterizaciones, dándole connotación fundamentalmente
lógica, racional, de relación medios-fines, donde corremos el riesgo que el otro,
sea quien fuere este, sea sólo un recurso, un medio de “resolución” o
paliamiento de la situación, destacando su valor recursivo, sin profundidad
política en el armado de estrategias para vivir mejor.
No se trata de negar
los saberes específicos de la formación profesional, sino visualizar la misma en perspectiva de arte,
que crea condiciones y posibilidades, poniendo en acción potencialidades
re-capacitantes, deconstruyendo y construyendo nuevas subjetividades, que nos
involucran en términos de transformación subjetiva como profesionales-artistas.
¿Y cual es la unidad de trabajo del trabajo
social?
Si
consideramos que intervenimos en situaciones de la vida cotidiana de las
personas, y que esa cotidianeidad se recrea en donde la gente vive; que
las personas vivimos en un determinado entramado barrial, donde
establecemos relaciones con otros pares convivientes, destacamos al territorio
donde desarrollan su vida las personas con las cuales trabajamos a cotidiano
como la unidad de operación del trabajo social.
Territorio
como marco para pensar nuestra práctica. Y esto contiene un profundo sentido
estratégico, ya que creemos es un grave error político considerar a las dinámicas
institucionales desde las cuales laboramos, como marco o unidad de
nuestro trabajo. Las mismas son sólo uno de los tantos elementos
contextuales de la realidad, cierto contexto institucional de la
realidad en la que desplegamos la práctica social que intentamos sea
transformadora de las relaciones sociales.
Dotar
a los marcos institucionales de exclusivo valor habilitante para la
acción es circunscribir nuestra práctica a las posibilidades que las mismas nos
brinden, con lo cual elegiríamos ser definidos en nuestra práctica
posible por dispositivos ajenos a la creación del pueblo, a nuestro deseo e
intereses, impidiendo el sentido
transformador ancestral comunitario que pretendemos imprimirle a nuestra
práctica.
Sabemos
que las instituciones son dispositivos del Estado cuya
conformación y organización poco tuvo que ver con los deseos, intereses y
necesidades de nuestro pueblo. Planificados desde una racionalidad
medio-fin, acorde a la lógica individual contracomunitaria, si bien algunos
pudieron expresar intereses genuinos al momento de su institución, forman parte
de un andamiaje que abona permanentemente relaciones jerárquicas,
procedimientos objetualizadores, decisiones ajenas a sus “destinatarios”, las
personas que acuden a ellas para resolver problemas cotidianos.
Con
esto no queremos decir que debemos abandonar las instituciones, eliminar
las mismas como posible “lugar” de trabajo, sino ponerlas en su justo lugar,
entenderlas en su dinámica organizativa de funcionamiento como un actor más
entre los diferentes actores político-sociales que conforman la realidad que
debemos transformar.
Considerarlas
un particular más entre todas las instituciones y organizaciones que vinculadas
a través de las relaciones de poder conforman el territorio, para
construir nuestro marco de trabajo
territorial, que a la vez es la unidad de construcción política.
Esto
es poder “armar” nuestra práctica enmarcándola en la dinámica de relaciones
políticas que existen entre las diferentes organizaciones e instituciones que
operan en el territorio. Armar el “mapa” político del territorio,
actores que operan en el mismo, este sí contexto específico de nuestra labor,
que nos brinda las posibilidades de despliegue de la práctica social, en
términos de lo que podemos hacer con, junto o a pesar de ellas.
¿Y
en qué consiste este trabajo territorializado?
En
encarnar junto con las organizaciones y trabajadores/as de las
instituciones que pertenecen al mismo, una práctica social[1], desde la cual
cuestionamos nuestro ejercicio, formulamos posibilidades de acción, realizamos
afirmaciones transitorias, que materializadas en tácticas y estrategias,
devienen en nuevas acciones enriqueciendo la misma práctica, modificándola.
Proceso que nos posibilita crecer como personas del pueblo, en términos
de común-unidad, desde un rol específico, soporte de nuestra responsabilidad
política en la construcción de poder convivencial que crea condiciones
de mejor vida.
¿Y cuál es el sentido de nuestra labor
creativa de perspectiva territorial?
Siendo
el sentido lo que orienta la práctica social, el interés que motoriza
nuestras acciones, en el marco de la cosmovisión ancestral comunitaria, tal
finalidad será el fortalecimiento del lazo social y la construcción
de poder popular.
Lazo social como “amarre”
vincular, como apoyatura relacional necesaria para lograr nuestra mejor
vida. Fortalecerlo implica potenciarlo en todas sus posibilidades,
multiplicando relaciones vitalmente saludables y productivas, todas las
posibles y necesarias, que genera empoderamiento
personal en tanto seres sociales, necesitados de y necesarios para estar
siendo comunidad.
En
definitiva, poder social organizado que por tal, aporta a la
construcción política para la vida, en términos de autodeterminación como
pueblo, en tanto va instituyendo modalidades de acción y espacios de
resolución, con significados, contenidos y formas que nos expresan en cómo
queremos vivir.
En síntesis, nos animamos a decir que el
trabajo social es un arte intersubjetivo territorialmente situado, que
despliega una práctica social construida junto a los trabajadores
de las instituciones y las organizaciones populares, con y en las cuales
desarrollan su vida cotidiana las personas que allí viven, cuyo sentido
o finalidad es el fortalecimiento del lazo social comunitario y la
construcción política de autodeterminación popular, por medio de relaciones
sociales dialógico – convivenciales que hacen a la especificidad de su
práctica.
Es
nuestro deseo seguir profundizando esta primera aproximación, cuestionarla y
superarla, enriqueciéndola con la experiencia de trabajo desde organizaciones
insertas en territorios específicos, que operan con otros instituidos, en las
posibilidades de vida comunitaria que tenemos como pueblo, en tanto sujeto
político que construye su destino.
[1] Entendiendo práctica social como lo expresa
Raúl Leis: “…son acciones (hechos y
pensamientos) que hacemos como individuos, grupos, clases o naciones, en forma
consciente e intencionada, y a todos los niveles; para crear, modificar y
transformar constantemente la realidad en función de nuestros intereses…” en:
Leis, Raúl. “El Arco y la Flecha. Apuntes sobre metodología y práctica
Transformadora” 5º ed. Editorial Hvmanitas CEDEPO. Bs. As. 1990.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.